Un mar azul y resplandeciente

Punta del Miracle / ©Isabel Baixeras

Los forasteros que, recién llegados a Tarragona, descubren el mar, de repente, al final de la Rambla, ya no lo dejan: van hacia arriba, por el paseo de Sant Antoni, hasta el Camí de la Cuixa, o hacia abajo, por la Baixada de Toro, hasta el puerto y el Serrallo… La mejor vista del mar quizás sea la que tenemos desde el Balcó del Mediterrani. Apoyados en la barandilla, la mirada nos transporta lejos, por encima de la antigua cantera, de la vía del tren y del paseo marítimo, más allá de la franja de arena, y del nacimiento de las olas, gracias al espacio ancho, vacío de edificación, que nos separa de la playa. El Anfiteatro romano y la vía férrea han preservado de usos privados el suelo de la primera fila de la costa, y nos han permitido conservar unas perspectivas optimistas y compartidas.

Es por eso que es tan importante que las leyes protectoras de la costa tengan en cuenta los intereses de la mayoría de la población (los que viven lejos del mar), más que las expectativas de derecho que unos cuantos particulares puedan tener en la primera fila. En mi opinión, es una lástima que la Ley 2/2013, de 29 de mayo, denominada «Ley de protección y uso sostenible del litoral«, haya traicionado su nombre y haya reducido el ancho de la zona de servidumbre de protección, porque, con esta medida, las nuevas aglomeraciones urbanas que se formen en otros lugares de la costa peninsular no conseguirán la buena simbiosis que tienen, en Tarragona, la ciudad y la naturaleza.

Está claro que en Tarragona también hay cosas que podrían ser mejoradas, porque las playas del Miracle y de la Arrabassada, concurridas y bien ordenadas, se alternan con algunas zonas de acantilado solitarias y no tan pulidas. Efectivamente, no es frecuente que la gente de orden se aventure hacia la Cova del Gos, a pesar de la belleza del paraje. Los turistas tampoco van por allí, claro está. Durante demasiados años, el acceso a los acantilados de la Punta del Miracle se ha visto perjudicado por los contenedores de basura de algún restaurante instalado indebidamente en zona verde, por basura sin contenedor de origen desconocido, o por las escorrentías poco salutíferas que bajaban de algunas fincas particulares inmediatas al camino de ronda.

Algunas ciudades han conseguido domesticar los espacios costeros de difícil acceso por el sistema de encargar una escultura a un artista de renombre y colocarla en un lugar bien escogido, sobre las rocas. No sólo pienso en Donosti, que ha instalado el Peine del Viento, de Eduardo Chillida, en los acantilados del Cantábrico, sino también en pueblos de nuestro alrededor que han expuesto esculturas preciosas a las brisas del Mediterráneo. Con intervenciones de este tipo, los ayuntamientos ponen el arte al alcance de los ciudadanos, tienen la ocasión de arreglar el acceso al monumento de manera respetuosa con el entorno y consiguen crear un flujo de paseantes, tanto turistas como gente del país, por la orilla del mar, que agranda la ciudad y la fusiona con la naturaleza.

“Tarragona: bona terra/Tarragona: bona gent/ I un mar blau i resplendent/ a la dreta i a l’esquerra”
«Tarragona: buena tierra/ Tarragona: buena gente / Y un mar azul, resplandeciente / a la derecha y a la izquierda«, me recitaba mi abuelo, cuando salíamos a la calle los días de sol radiante.

Texto y fotografías: Isabel Baixeras

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